Es martes, luego de un fin de semana de juerga,
tragos, sexo por diversión y algo raro en su vida, 24 horas de sobriedad en la
que se ha sincerado por primera vez frente al espejo del baño, ella, él: ellos,
han tomado una decisión que ha colocado el reloj de arena marcha atrás. El
tiempo empieza a correr cuando el despertador del teléfono celular suena con un
sonido inesperado para sus jóvenes mentes: los acordes de La cabalgata de las
Valkirias de Richard Wagner. Más extraño es que a sus 15 años no opriman el
botón de posponer.
Ella, se incorpora despeinada, con la marca de la
almohada en su mejilla, los ojos aún adormilados pero sin que puedan negar las
ojeras o el tinte rojo que los recubre; él se levanta con la eficiencia de
quien está determinado a cumplir algo, una mirada seria, un rostro inexpresivo,
una incipiente barba, con paso firme y movimientos robóticos se dirige al baño.
Mientras se duchan van repasando los argumentos mil
veces pensados el día anterior para justificar su decisión.
Son las seis de la mañana y mientras el agua cae
sobre sus cuerpos recuerdan aquel momento en el que la novedad se les volvió un
sinsentido, en la que sus mentes inquietas dejaron de encontrar gusto en los
placeres del cuerpo, ya el alcohol, las drogas no evitaban sentir el vacío de
sus vidas, el dinero solo valía la hipocresía de unos amigos temporales. Ese
momento en el que él descubrió que su cuerpo atraía miradas, su estatus social
le abría las puertas, que tenía libertad para hacer lo que quisiera, sin
embargo en su corazón solo había soledad y tristeza; ella descubrir que su
cuerpo enfundado en las más caras prendas, esas que hacían que los otros la
admiraran, desearan o envidiaran algún día dejaría de ser así y entonces a
dónde iría su popularidad, cuántos la invitarían a salir, cuántos se quedarían,
cuántos compartirían el silencio de su enorme casa, cuántos perderían el
interés de verla sin ropa, cuál sería su valor.
Ellos, atrapados en un mundo de apariencias, de
monótonas rutinas, de tenerlo todo pero no la guía de un camino, de poder
comprar todo menos la felicidad, el amor, la amistad, encerrados en una burbuja
que no tiene salida. Cansada de vestir, simular, vivir efímeros días tras la
superficialidad de un ideal de mujer; cansado de encontrar instantes pasajeros
de placer que lentamente se trasforman en sinsabores de su existencia.
Cierran la llave de la ducha, aún más decididos que
nunca, buscan entre el enorme armario la ropa que vestirán, dejan a un lado los
trajes elegantes, los pantalones, las chaquetas, los zapatos de marca, en el
fondo del mueble encuentran el paquete anónimo que compraron para sentirse un
poco más originales: un jeans de color negro, una camiseta azul, una chaqueta
de cuero, unas zapatillas baratas y una ropa interior con dibujos. Hoy no usan
ninguno de sus caros perfumes, ni se aplican esos productos para la piel que
abarrotan su mesa, hoy dejan todo ordenado pensando en la sorpresa de la
empleada, descartan los cereales y la fruta y salen al negocio de comida que
vieron el día anterior.
Asombrados por la sonrisa de la mesera piden un
jugo de naranja, unos huevos revueltos, un café con pan mientras se preguntan
cómo sería ver esa sonrisa en sus padres y no las caras de estrés, el afán, la
mirada perdida en sus asuntos. Desayunan con calma disfrutando su último
desayuno, sin saberlo entrecruzan la mirada, se sorprenden por un instante
mirándose tratando de descifrar lo que oculta el otro, imaginando que la vida
que tiene debe ser muy diferente a su vida.
Con una particular tranquilidad se levantan y salen
rumbo a sus colegios, caminan entre la gente, esa que posiblemente mañana
comentarán con la despreocupación de esta modernidad el caso de ese suicidio
trágico, musitando por costumbre un dios nos ampare.
Él ignorando las miradas de las chicas que se
quedan mirando su apariencia de modelo; ella ignorando los comentarios morbosos
de los hombres que se fijan en el movimiento de sus senos o caderas. Él
pensando en que si no fuera tan atractivo quizás encontraría una chica que lo
amara; ella sintiéndose como un pedazo de carne en venta.
Ellos atrapados en sus reflexiones, observando el
fluir de la gente con sus afanes, la despreocupación con la que dejan caer
basura al piso, el ruido estridente de los carros, aquellos muertos en vida con
harapos que en el piso son ignorados, suben cada quien a un taxi y por primera
vez se fijan en el conductor, preguntándose cómo será su familia.
El reloj de arena acorta el tiempo, mientras ellos
por primera vez en su vida son sinceros, han dicho lo que no se atrevían, se
han desahogado ante las miradas incrédulas de sus compañeros, se han quitado la
máscara que usaban para encajar. Han pasado el descanso solos, poco les importa
ya, sabían lo que ocurriría y en estos últimos momentos de calma escriben la
carta que enviarán por correo electrónico a sus padres, Él con un conciso
adiós; ella con unas emotivas palabras. Ellos sabiendo que solo la verán mañana
cuando ellos tengan un respiro para preguntarse por esas personas que hace
mucho no abrazan, y recuerdan con nostalgia cuando eran niños, tal vez el error
es pensar que en algún momento dejamos de serlo.
Salen del colegio, ella asiste a su última clase de
patinaje; él a su última clase de pintura. Son las siete de la noche y ellos
caminan al puente más alto de la ciudad. Van decididos a saltar, a olvidar tras
el no ser de su existencia las preguntas no contestadas, a dejar de sentir para
siempre.
Ellos atrapados entre su dolor personal no han
pensado en nada más que renunciar, en arrojar la vida como se arroja un regalo
que no nos gusta, hastiados de los convencionalismos sociales llenos de
estereotipos y modas que dejan solo corazones dolidos, perdidos, sin fe,
esperanza, almas que han preferido olvidar el mañana.
Quedan tan solo unos cuantos granos de arena en el
reloj por caer, él está esperando que cambie el semáforo que lo separa de su
destino, ella distraída se detiene a su lado y espera el verde que le dará vía
libre.
Ellos mirando sin saber el mismo objetivo sienten
acelerar los latidos de su pecho, la luz cambia de color, nuevamente se cruzan
las miradas, se reconocen, Ella siente por primera vez que no es el maniquí de
exhibición, él por un segundo se siente diferente ante su mirada penetrante,
ella da un paso a delante saludando con su mano a aquel extraño. Un carro
deportivo aparece de repente y se salta el semáforo, él la hala atrás mientras
abrazados sienten pasar rozando aquel carro conducido por otros jóvenes
suicidas que borrachos se dirigen al mismo puente, unos segundos pasan antes
que se escuche el estruendo del choque…
GAP el caminante de la noche.
Autor: Wilmer Guillermo Acosta Pinzón. Paipa, Colombia.
Comunicación Social, Universidad Nacional Abierta y a Distancia