NOCHEBUENA.

 

No acostumbro a plasmar en un relato mis vivencias personales, sin embargo esta vez no solo lo hago sino que deseo compartirlas con ustedes.

Viví una noche que para mí fue casi como un milagro, Papá Noel no solo vino a cenar conmigo sino que pasamos la noche juntos. No vestía su tradicional traje rojo, no tenía barba blanca, ni usaba gorro ni sus pesadas botas. Tampoco entró por la chimenea, ni trepó por el balcón, sino que entró por la puerta como lo hace todo el mundo. No llegó en reno portando una bolsa sobre sus hombros, vino en bicicleta trayendo los obsequios en una moderna mochila.

En mi living, ya no lucía el gran árbol de Navidad de otros tiempos. Solo un pequeño Pesebre sobre la mesa ratona y algunos adornos alusivos, esparcidos aquí y allá.

Debo reconocer que era simpático pero un tanto atrevido. Ni bien llegó, me dijo:

“Me doy una ducha y después cenamos”.

Se lo notaba algo cansado, al parecer había tenido una larga jornada de trabajo. De pronto me dice: “Tendiste la mesa con los colores Navideños”.

“Sí”, le respondí, “trato de recordar el color de las cosas que tengo”.

Extiende a lo largo del modular una guirnalda con lamparitas de varios colores que se encienden y se apagan.

“¿Las alcanzás a ver?”, me pregunta.

Dudo un momento y respondo que sí. A decir verdad, no estoy segura si las veía o las imaginaba.

Nos disponíamos a cenar y me comenta:

“Me vestí para la ocasión con camisa y pantalón de vestir”.

Había demasiada comida para dos personas, que ni siquiera en celebraciones como esta comen en exceso.

Llegó la hora del brindis. Chocamos nuestras copas, nos dimos un abrazo y nos besamos, le murmuré al oído:

“Te amo, te amo...”.

De inmediato cruzó por mi mente el recuerdo de quien decía amarme y cuyo amor se extinguió de un día para el otro, con la misma facilidad con que se apaga la llama de un fósforo y comenzaron a asomar algunas lágrimas. Mi acompañante no me preguntó nada, traté de reponerme de inmediato, me había propuesto no estropear esa noche. 

Nunca me gustaron las bombas de estruendo, no le aportan nada grato a los sentidos y son cada vez más potentes. Sí recordaba con nostalgia los fuegos artificiales, los que llegué a disfrutar durante muchos años. 

Salimos al balcón y mi Papá Noel me fue relatando los diferentes dibujos que las luces de múltiples colores trazaban sobre el telón del cielo. 

Lo invité a que se quedara a dormir y no aceptó, pero no había pasado mucho tiempo cuando me di cuenta de que se había quedado dormido sobre el sofá. Me alegré, no deseaba que se fuera en mitad de la noche por temor a que se encontrara con gente descontrolada por la calle. 

Mientras velaba su sueño me puse a leer un libro sobre espiritualidad de lectura fácil y reconfortante que encontré en mi biblioteca virtual. A eso de las seis y media de la mañana tomé el desayuno. Al rato mi joven Papá Noel se despertó. Vino a la cocina y mientras él desayunaba charlamos de todo un poco. A eso de las nueve de la mañana se fue y me llamó por teléfono cuando llegó a su departamento. Antes de dormirme, no pude con mi genio, y lloré, lloré mucho. Acudió a mi memoria en tropel todo lo perdido.

 Al levantarme ya bien entrada la tarde, me sentí más reconfortada. Comprendí que el tiempo no me había arrebatado a aquel niño, fanático de los Play Móviles, de las aventuras de Condorito, fiel oyente de los cuentos que le contaba cada noche antes de dormirse y tantos otros sucesos que vivimos juntos durante su infancia. 

Sino que lo había convertido en este joven apuesto y tan querido, quien compartió conmigo la Nochebuena. 

Muchas gracias hijo por haberme regalado esta entrada a la Navidad tan distinta a las que atesoro en mis recuerdos, pero no menos maravillosa, gracias a tu siempre anhelada presencia.

 

Autora: Úrsula Buzio. Buenos Aires, Argentina.

 anagrama93@hotmail.com

 

 

 

Regresar.