Otoño.

 

No había tenido tiempo desde que había llegado, hacía algo de tres semanas, de detenerse a observar la transformación del paisaje, tal vez porque en su interior también se daba lugar una transformación, pero lo cierto es que esa tarde, cuando un poco agotada del día largo, el bullicio del subte, la incesante carrera del día en aquella ciudad que no dormía nunca, desde su ventana, vio con asombro que efectivamente ya era otoño. Los árboles estaban casi desnudos y el resto de sus hojas estaban esparcidas y crujían bajo los pies en las veredas. El otoño, esta estación a quien le cantara Vivaldi, Piazzolla, este tiempo de melancólica espera, jamás conocido por ella, se le ofrecía triste y bello al mismo tiempo.

 

Ella conocía el invierno y el verano, diferenciados entre sí por las lluvias, pero no este leve morir de las cosas, este silencioso modo de irse apagando para esperar renacer en la primavera. Tal vez ella se asemejaba a este otoño y tal vez ella misma, como los árboles despojados ahora de hojas y flores, esperaba renacer en la primavera. No podía dejar de observar aquel fenómeno mientras tomaba un café un poco aguado, porque aún no se acostumbraba al mate argentino, pero intentaba hacerlo ya que, según había entendido, era una muestra de amistad eso de andar convidando mate todo el día. A muchas cosas debía acostumbrarse Nina, especialmente a dedicarle todo su tiempo y energía a lo que constituía el amor más cercano y perdurable de sus jóvenes 32 años: la música. Ella supo aquella tarde soleada y calurosa en su tierra, cuando su vocecita infantil cantó por primera vez con sus compañeros de coro, que aquello era algo parecido a lo que debían sentir los pájaros que cantaban desde el alba hasta el atardecer, esa alegría suave, serena, que se quiere retener, que no se esfume. Esa sensación de por fin formar parte de esta inmensidad a la que llamamos vida, naturaleza, paz, sentirse a salvo y feliz. Pero sin abandonarla, nunca pudo vivir plenamente junto a su querida música. Y ahora, esta especie de éxodo, de exilio involuntario y por lo tanto triste, le estaba dando la oportunidad de hacerlo. Ella lo veía a medias, lo sospechaba entre su mar de dudas, entre la sensación de desarraigo que le producía haberse ido de su tierra bajo el pretexto de un intercambio con la universidad en Buenos Aires, pero ella sabía que era el principio de un largo viaje, no volvería luego de los ocho meses que duraba el intercambio, de eso estaba segura, de lo que no estaba segura es de cuánto tiempo pasaría hasta el regreso. Luego de terminar su curso en Argentina se reuniría con su hermana y sus sobrinos en Perú. Ellos habían tomado ese rumbo y hacia allá iría. Nunca había ido a Perú, en realidad salvo a Colombia alguna vez, cuando se podía ir a comprar todavía algunas cosas, Nina nunca había salido de su bella Venezuela, y lo triste, era no saber cuándo volvería.

Y allí estaban la música y ella, reconociéndose nuevamente, pasando la mayor parte del día juntas. Sobre la cama estaba el cuatro, pequeño, frágil, recostado en su estuche como en una cuna, junto a él una carpeta con partituras que acababa de fotocopiar y que debía revisar para la clase de dirección coral del día siguiente. Todo el día había estado en clase, pero no se sentía agotada, al contrario, su mente estaba clara y los sentidos despabilados y alerta, por eso disfrutaba mirando por la ventana de su habitación este otoño recién llegado y pensaba que, con una buena taza de café y un rico sándwich como el que se estaba preparando, cualquier persona se sentiría bien. Pero algo en su interior la exhortaba, no era solo la buena merienda lo que le sentaba bien, era el otoño, todo lo que habían cantado durante el día, las tareas que la esperaban para el día siguiente, la entusiasmaban. Es que no solo de pan vive el hombre… Cruzó por su mente como un rayo algo que había leído hacía tiempo. No recordaba las palabras exactas, pero el sentido era más o menos el siguiente. No solo de pan viven los pueblos, sería fácil calmar solo el hambre, pero el hambre del que quiere saber, hay que saciarlo para no ser esclavos. Tenía la sensación de esas palabras y de que era aún más lo que decían, pero se concentró además en recordar quien lo decía y donde lo había leído. Como podía haberlo olvidado si era un discurso de García Lorca al inaugurar la primera biblioteca en su pueblo. Ese era el poeta, el que murió luego por haber dicho eso y tanto más. Si, ella se sentía saciada y no sólo de alimento, volvió a mirar las partituras y se alegró del trabajo que la aguardaba. Retomó sus pensamientos y quiso recordar cuándo había leído aquello, pensó un momento y retornó a sus oídos una voz conocida. La voz, siempre la voz…. Era una voz de hombre, cálida, agradable, que leía perfectamente bien, sin exageración, pero sin monotonía, dando a cada palabra el peso justo, a cada intención lo que correspondía. Una voz amable y amiga, claro, eso lo había leído con Guillermo, ¡cómo podría haberlo olvidado! Había leído muchas cosas con él, él leía y ella escuchaba, le gustaba mucho que él leyera en voz alta para ella, le parecía que las palabras tenían mayor sentido, que podía imaginar más y mejor a través de su voz, y él no se negaba. ¿Cómo estaría Guillermo? Seguiría en Venezuela o habría emprendido el mismo viaje que ella, que tantos. No, seguramente él seguía en Venezuela, él era un revolucionario, él no traicionaba sus ideas, además siempre le había parecido muy inteligente y valiente. Sintió entonces como al salir de su tierra, remordimiento, de haber traicionado a su patria yéndose como tantos. Sí, probablemente eso era, porque de no haber sido por la posibilidad que tuvo desde pequeña de cantar, de participar en el programa de coros y orquesta, ¿qué habría sido de ella?, en su casa con tanto abandono. Sin duda su vida habría sido mucho peor. Sin embargo ella también se había ido, ella recordaba el día en que asumió Chávez y con él mejoraron tantas cosas, entre ellas su coro, las orquestas donde tantos niños como Nina, desamparados y sin mucha posibilidad de nada, hicieron de ellas su hogar, su objetivo de vida, su esperanza. Entonces sentía que había traicionado a su patria. Pero recordaba también que últimamente todo era tan difícil, costaba demasiado conseguir lo mínimo para sobrevivir y los niños… sus queridos niños y todos… necesitaban vivir, porque de ellos sería el futuro, pero ¡qué punzada de dolor sentía en su corazón de pájaro al pensar en aquello! Entonces no, seguramente Guillermo no se había ido, él no. Él con su voz cálida y su modo firme y sencillo de vivir, era valiente, y seguramente no traicionaba a la patria como ella. ¡Qué bien leía Guillermo!, y su gusto por la música también era fuerte y genuino, pero ella lo había dejado ir, seguro que él estaba bien. Pensó en él un momento, en el tiempo que habían compartido, y sintió una dulzura triste. El tiempo con Guillermo pasaba muy de prisa, porque era un conversador incansable, y conocía tantas canciones, que ella había aprendido varias por pedido suyo. Era agradable pasear con él, y dejar que su cariño bueno y claro la envolviera, pero no, mejor así, no pudo ser de otro modo. Ahora la vida continúa y está llena de incertidumbre, ¿de qué sirve pensar en aquello?, lo que se rompe casi nunca puede volver a su estado original. ¿Y si un día le escribe? Solo para comprobar que él no ha traicionado a la patria ahora maltrecha, porque es más valiente que ella. Pero, ¿para qué escribirle? ¿Para qué volver a oír su voz cálida y franca, si ella misma lo había alejado de su lado? Se pasa la mano por la frente como para espantar algunos recuerdos. Vuelve a mirar por la ventana. Anochece y la ciudad está más despierta que nunca. No había advertido que la compañera con quien comparte habitación ha llegado, hasta que le pregunta qué cantaba. Nina sonríe y vuelve de su ensueño, sorprendida de la presencia de la chica, no sabía que estaba tarareando una tonada de su tierra. No se había dado cuenta de que estaba cantando, pero cantaba y tal vez así, cantando, llegase su vida a la primavera.

Autora: Mariana Palomo

 

 

               

               

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