UN AMIGO CALLEJERO.

 

Una tarde de aquel caluroso verano del 63 donde la cama y la reposera eran un refugio, donde quemaba las horas pensando cómo salir de detrás de las rejas de la ceguera, sentado solo en el jardín de mi casa, sentí que me saludan lamiéndome la mano, el visitante baja la cabeza procurando las caricias, mi mano recorre el lomo de pelo corto bastante sucio, él se deja y se arrima más a mis piernas, dejaba de tocarlo y con su hocico buscaba que siguieran los mimos.

Le hablo: ¿quién eres?

Él se paró y moviendo la cola puso sus patitas sobre mis piernas, entonces me pregunté ¿qué hago ahora?

No lo pensé mucho, me levanté y aprovechando que estaba solo en la casa, lo llevé en brazos al fondo, mientras Pelé, el rey de la casa, ladraba y ladraba…

 Llené un latón con agua, lo metí adentro, lo enjaboné todo, él se dejaba y de tanto en tanto procuraba lamerme las manos, como agradeciendo.

Con la regadora lo enjuagué, quise secarlo pero me ganó, se sacudió todo y ambos quedamos bañados.

Volvimos al jardín, se ubicó debajo de la reposera y allí esperamos juntos la llegada de mis padres, don Hilario y doña Erlinda.

¿Y esta visita? ¿De dónde salió?

Es un nuevo huésped, respondí.

Es de alguien, está bien limpito -dijo la doña-, veamos de quien es.

Pasaron los días y nadie lo reclamó.

Su cara con ojos tristes decía, ¡no me echen! Quise tenerlo y así se afincó.

Hubo unos días de cuidados porque a Pelé no le gustaba mucho compartir sus dueños, pero en cuanto se dio cuenta que su amo era yo nada más, lo fue aceptando, lo único que nunca pudieron hacer fue comer juntos, cada uno cuidaba su espacio demarcado y tenían buenos hábitos.

Lo bauticé Pichi a aquel animalito de tamaño medio, todo negro con una mancha mediana blanca en el lomo, en oposición a Pelé de igual tamaño pero todo blanco con una mancha negra.

Había quedado una pregunta abierta… ¿cómo había entrado al jardín con el cerco alto de madreselvas y el portón cerrado? El tiempo dio la respuesta, la condición de callejero y enamorado hizo que aprendiera a sortear obstáculos saltando a los jardines procurando a la pretendida.

Fue frecuente que de vez en cuando desapareciera un par de días, luego volvía y siempre próximo a su amo, nunca subió a la cama, pero sí dormía debajo de ella.

En aquellos días tan difíciles en que yo no quería despertar, él metía la trompa por debajo de la sábanas y lamía mi mano como queriendo decir, ¡levántate!, cuando lo conseguía su cola no dejaba de cimbrar.

Fueron frecuentes los comentarios sobre la mirada triste de Pichi, nombre que adoptó y reconoció sin problemas, fue un compañero inseparable, llamaba la atención verlo echado en medio del camino pero cuando veía que su amo se acercaba, se corría a un lado, donde yo me ubicaba, él estaba allí, y disfrutaba de las caricias que le hacía en su cabeza.

Dos por tres, los vecinos que pasaban por el jardín comentaban, “por allá arriba en la placita anda tu perro al frente de un montón de colegas detrás de enamoradas”.

Compartió algo más de diez años con la familia, cuando comencé mi nueva vida, buscaba mordisquear el bastón blanco, me seguía dos cuadras hasta la calle Rivera, allí le ordenaba que se volviera y así lo hacía, hasta que yo no regresaba, Pichi no se movía del portón de la casa, quizás ya tenía espíritu de lazarillo cuando aún los mismos no se conocían.

En su pecado tuvo una desmedida penitencia, un día volvió derechito debajo de la cama; mis padres dijeron tiene sangre en la boca, lo busqué, lo encontré, lo acaricié, pero al poco tiempo Pichi allí murió, lo habían envenenado…

Ese día juré jamás sustituirlo, ni regalonear a otros…

 

Autor: Prof. Ángel Aguirre Patrone. Montevideo, Uruguay.

angelaguirre.50@gmail.com

 

 

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