Una visita

 

 

Cuando leía o repasaba la lección, al toparme con el conjunto de las letras, , de manera inconsciente me venía su nombre, su voz, su identidad.

Resaltaba siempre una preposición, al comienzo de un párrafo,  que mudaba su sonido al cambiar una de las grafías, suponiendo un defecto en la transcripción.

Apenas llegaba a pronunciarlo, pero quedaba marcado una vez más y para el resto de la jornada, resurgiendo algún encuentro  esporádico, de forma que mi comprenmsión lectora se diluía por algunas horas.

. Debía recomenzar los renglones ya leídos.

“Si no tienes otros planes, tú me telefoneas sin esperar nada más”.

En efecto, aunque aún no utilizábamos con profusión las agendas para reelplazar la memoria, aquel número de teléfono figuraba encabezando la mía.

Podía solicitarlo en situaciones de escasa emotividad, de apatía dominical, en ausencia del grupito de amigos, o cuando no existía posibilidad de otra salida.

Todo lo demás, y en el caso de referencia, resultaba para mí muy reconocible:

buen número de paradas del recorrido en autobús, el bullicio y apelotonamiento de personas en las calles de tránsito matinal.

Después de ascender incontables peldaños irregulares  de la escalera del edificio con los techos muy bajos, casi sin llamar nos franqueaba la puerta, que se abría con el saludo ritual y afable de Marcelina.

Aquel piso me parecía reducido, aunque no me había cuestionado retener la superficie de sus dos salitas, dada la definida escasez de mi memoria visual.

Al entrar, me recibía un agradable aroma  aproductos cocinados y a repostería.

Inevitablemente, me atosigaba cierto apetito, pues con frecuencia el desayuno en el colegio no solía satisfacerme.

En mi incursión periódica, unos dulces exquisitos venían a calmar  esta sensación, en un cuerpo que todavía se encontraba en fase de desarrollo.

Pero hoy íbamos a recibir visita. Comerían con nosotros unos amigos de la familia anfitriona, residentes en un barrio de la capital.

Con seguridad, tendríamos que estar un poquitín apretados en el pequeño comedor.

La dueña de la casa iba recolocando un par de sillas. Al parecer, resultaba muy grato y afectivo  el trasiego de información, recados, recepciones habituales entre ambas  viviendas, a pesar de hallarse muy distantes, según supe después.

Al cabo de media hora, se sucedían las presentaciones de rigor, incidiendo en mi persona y mi estancia estudiantil .

En la salita apenas cabíamos todos; la ventaja consistía en que la conversación se desarrollaba casi siempre en una sola dirección, y todos interveníamos con la certeza de haber retenido el comentario del resto de participantes.

Desde el primer saludo, me llamó la atención su tono de voz, su dicción clarísima, su particular acento…

Yo suponía que su interés por mi persona podría ser escaso o nulo; era una niña. Lo contrario  precisamente al que ella podría producirme a mí.

El centro donde yo estudiaba lo ocupaban chicos solamente. Por lo tanto, como vivíamos internos, yo no me relacionaba  habitualmente con las chicas de la otra zona, y eso precisamente era lo que yo anhelaba.

Sin embargo, se trataban asuntos de familia , cuestiones de actualidad, se encomiaban las habilidades culinarias de la dueña  de la casa.

Todo excepto la oportunidad, por mínima que fuera, de entablar en algún momento la charlita entre nosotros dos.

Ella hacía hincapié en la pradera, en las rosquillas, las violetas. Todo eso era ajeno para mí; no estaba al corriente todavía.

 

Y tarareaba  aquella canción que me parecía iniciar con eso de “Dónde vas con mantón de Manila”.

Y yo procuraba desligarme del resto de parlamentos, consagrando toda mi atención a esos pequeños toques de curiosidad , que me informaban acerca de su carácter.

 

Después de los postres, en la distendida sobremesa donde se me presentó la ocasión  de detallar mis esfuerzos y facultades para estudiar las diferentes asignaturas, no logré atesorar ni sus respuestas  ni preguntas, como si no manifestase interés respecto a mis circunstancias .

Sin embargo, alguien le requirió para repartir unos dulces entre los comensales. Era la pequeña de la familia.

A mí me dio una galleta sabrosísima. Tenía un toque a caramelo y canela; un exquisito  sabor crujiente, que ocupaba toda mi cavidad bucal.

Le repetí muchísimas gracias; pero tampoco se le escapó un susurro dirigido a mí.

¿Qué evocación producen estas delicadezas recibidas en una especial ocasión, de modo que permanezcan  a punto de brincar  desde la memoria interior en el momento más insospechado?

Igual que aquellas onzas de chocolate, que Aurora depositó en mi mano, una tarde gélida y lloviznosa, mientras mis compañeros se emocionaban visionando un trascendental partido de tenis.

O el frasquito de colonia que me rellenó Queti, cuando debía asistir a un acto  y no me había percatado de su falta.

O como la mantequilla que Conchita me untó en el pan del desayuno, aquel día en que los compañeros de mesa andaban tan ocupados con los exámenes, que no se dieron cuenta de mi necesidad.

La chica se lo advirtió, y de seguro  que el rubor acudiría a sus semblantes. Pero a mí la mantequilla me supo entonces a gloria.

¿Y dónde estará aquella chiquilla que había conocido el domingo, en la casa familiar?

Por el cumplimiento de los horarios del centro de estudios, me correspondió a mí ser el primero en despedirse de los visitantes; también debía despedirme de ella. Pero ni ahora me dedicaba frase alguna.

Hube de conformarme con aquellos FALLITOS NO INTENCIONADOS en mis lecturas o escrituras, donde se me solía perder un puntito de La preposición tan utilizada.

No quería referirles nada a mis compañeros, acerca de mi salida dominical. A pesar de que, quien más quien menos, relataba alguna aventurilla a la que le ponía nombre real o fantástico.

Esta era la contribución del sentido del tacto a la implantación de una quimera en mi mente dispuesta a recibir el sonido de las ondas fáciles de sintonizar.

El gusto lo asimilaba con aquellas galletas.

El olfato me venía también desde aquella cocina.

El oído trataba de recrear los escasos términos pronunciados por su voz infantil.

La situación quedaba marcada en una casa del centro de la capital, a distancia apreciable de mi lugar de estudio en esa época.

 

Luego ocurrió lo irremediable, lo que no está en nuestras manos, lo que el azar gobierna o rastrea conculcando cualquier norma escrita o no.

Pero la casa, que lógicamente cambiaría de dueños y de realidades, se me apareció intacta, como yo la conocía, con mis escasas señales y texturas; como si me la hubieran puesto en mi trayectoria.

Dos estadios inconexos, y sin embargo, aquel día unidos por lo que se nos escapa.

Ella me la trajo, me la describió, me la colocó junto a mí. Pero no me dijo nada, tampoco me habló, como aquel domingo.

Sencillamente, oí su voz, escuché dos o tres frases en la boca del metro.

¿Me conoces? No te acuerdas de hace bastantes años, que nos vimos…?

No podíamos proseguir. La excursión continuaba su marcha y yo no estaba autorizado a  descolgarme del grupo, en zona incontrolada.

Lo demás, pura imaginación, el retorno de una ilusión, de una quimera.

Y volví a leer y escribir en mi código aquella preposición, equivocándome adrede, múltiples, infinitas veces.

Para que jamás se me olvidara.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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